Con el desmantelamiento del estado benefactor producto de más de cuarenta años de reformas neoliberales se ha conseguido arrebatar a poblaciones enteras, de manera diferenciada, los bienes públicos (salud, educación y cuidados) que los trabajadores habían logrado obtener después luchas contra el capital, por mejorar sus condiciones de vida y socioreproductivas como clase. A las disminuidas condiciones de vida que enfrentan los trabajadores asalariados (doblemente libres) en las economías formales se suman ejércitos de trabajadores migrantes no-libres, temporales, dependientes, forzados y algunos en verdaderas situaciones de esclavitud moderna.

La condición de excepcionalidad en la que se encuentran millones de trabajadores migrantes en el mundo facilita su intermitente e insegura articulación al trabajo precario y flexible. No obstante, esta articulación los excluye, la mayoría de las veces, de la protección del Estado (incluida la atención a la salud) y los coloca en una situación de desechabiliadad provocada por la probabilidad permanente de su deportación. Esta condición intermitente de articulación al trabajo en desventaja es aprovechada por los empleadores para mantener los salarios a la baja, despedir arbitrariamente a trabajadores, intensificar las jornadas de trabajo y eludir sus compromisos contractuales para con los trabajadores que emplean asentados en las legislaciones laborales vigentes.

Ante la contingencia sanitaria provocada por la pandemia del COVID-19 ha sido evidenciada la esencialidad del trabajo de los migrantes para el mantenimiento de las sociedades en su conjunto, dado que se encargan de actividades tan elementales como la producción, procesamiento y reparto de alimentos, servicios de mantenimiento, limpieza y cuidados, sólo entre las más visibles e inmediatas tareas requeridas para el funcionamiento del día a día principalmente en las ciudades y otros centros urbanos.