La violencia es intrínseca al mantenimiento y expansión del capitalismo agrario. Desde el despojo de tierras y ríos a pueblos indígenas y campesinos hasta la imposición de tecnologías para alterar los ciclos de lluvia. De igual manera, el control y explotación de trabajadoras y trabajadores no es excepcional sino esencial para el “éxito y crecimiento” de corporativos agrícolas. Desde esta perspectiva, en la presente ponencia discuto los campos agrícolas del noroeste de México.
Los campos agrícolas son complejos industriales lejanos de centros urbanos; rodeados por desiertos y carreteras; y protegidos por vallas y personal de seguridad. Son espacios para la producción del mercado global pero también son hogares temporales de trabajadoras y trabajadores cuya movilidad está limitada por esta infraestructura, el calor extremo y las experiencias e historias de asaltos y desapariciones. Son “miniciudades” que cumplen los requisitos para obtener certificados de innocuidad, producción orgánica, nulo trabajo infantil y buenas prácticas laborales gracias a que tienen organizado cuándo, dónde y cómo trabajan, comen, conviven, duermen y atienden su salud el “personal de campo”.
En la presente ponencia arguyo que los campos agrícolas no sólo son enclaves del capitalismo agrario de explotación, vigilancia, confinamiento y aislamiento de trabajadoras y trabajadores. También, son geografías distópicas de violencia racial antiindígena y antinmigrante. La ponencia es resultado de mi investigación doctoral en curso, en la que discuto el capitalismo racial, la formación de estado y las plantaciones contemporáneas a través de una etnografía regional de la política social –privada y gubernamental— hacia jornaleras y jornaleros en el Distrito de Desarrollo Rural de Hermosillo, Sonora.