Las profundas raíces de las formas basadas en la jerarquización intelectual dentro de los salones de clase, ha permitido la normalización de prácticas docentes que ejercen un poder adjudicado, pero también, atribuido a la enseñanza, estableciendo formas impositivas en las relaciones pedagógicas, de sometimiento y subordinación.
Por un lado, culturalmente, la escuela ha sido el espacio de formación y enseñanza con el uso de las herramientas necesarias para el aprendizaje. En el México colonial, se enraizó la creencia que la escuela sólo era para la gente que merecía estar ahí; era para aquellas personas que cumplían con una serie de características, que evidenciaban superioridad racial; ideología que forma parte de la herencia cultural eurocéntrica, patriarcal y capitalista. Posteriormente, la vida escolar era gobernada a través del tradicional, y aún actual, “control de grupo”, que permite de forma explícita el uso de formas de violencia física y psicológica, otorgando un poder supremo a la figura docente, avalada por el entorno social y familiar.
Ahora, el sometimiento sútil, pero igual de dañino, se ejerce a través de la currícula, de la selección de aprendizajes, del ejercicio autoritario en los salones de clase, del control en las interacciones entre alumnos y docentes, en las que se ejerce autoridad pedagógica y, en cinsecuencia, violencia simbólica.
En la ponencia mostraremos resultados acerca de la visión adultocéntrica que normaliza el ejercicio del poder en las aulas a nombre de la educación, de la autorización de enseñar y mediante prácticas académicas autorizadas y de superioridad aprendidas, que tarde o temprano normalizan violencias estructurales.