En México se observa con preocupación la incidencia del embarazo adolescente. En 2020, en el grupo de 10 a 14 años la razón específica de fecundidad se incrementó a 1.63 nacimientos por cada mil niñas. Mientras que en el grupo de 15 a 19 se observó un ligero descenso en la tasa de fecundidad, ubicándose en 68.5 nacimientos (CONAPO, 2021). Ante este fenómeno se han emprendido estudios con perspectivas teórico-metodológicas distintas, que lo ubican como un problema de salud pública o social asociado a la vulnerabilidad en la que se desarrollan los adolescentes (García, 2016; Stern, 2012).
No obstante, es necesario profundizar en las condiciones en que se presenta el embarazo temprano, el ejercicio de la maternidad y de cuidado, entendiendo este fenómeno en un marco relacional (Ariza, 2020). Por ello, se propone el enfoque de la interseccionalidad que cuestiona que las desigualdades que enfrentan las mujeres se deban solo al género e incorporan otras categorías como clase y raza, que conllevan a relaciones simultáneas de poder y de posibilidades de agencia, que tendrán implicaciones subjetivas, materiales y sociales en las experiencias de los sujetos (Crenshaw, 2012; Viveros, 2016). Por otro lado, el modelo de interacción en constelaciones, afín a las metodologías horizontales, permite ubicar a los sujetos en un entramado de interrelaciones complejas con otros (Kaltmeier, 2012).
En caso del embarazo adolescente emerge una red de cuidados conformada principalmente por la madre y suegra, que posibilita el ejercicio de la maternidad y cuidado de los hijos(as) de éstas en un entorno familiar. Llama la atención que la red de apoyo se constituyen también en una trama de control debido a las relaciones de poder y la limitada toma de decisiones de las adolescente sobre sus hijos debido al entrecruce del género con la edad, generación, etnia y condición socioeconómica.