Pensar la violencia y sus excesos en el México contemporáneo es una exigencia del presente; “un imperativo de la razón” (Aguirre, 2014: 4). Introducirnos en el entramado de las prácticas violentas por parte de grupos criminales, nos lleva a preguntarnos cómo los cuerpos de las víctimas son utilizados como mensaje de la violencia instrumental.
Dicha violencia, adquiere un carácter de demasía por la saña con que son tratados los cuerpos, un tipo de crueldad exacerbada en la carne del otro y que, nos habla de una intencionalidad a la hora de infligir daño, con prácticas y métodos cada día más ‘especializados’, acuñando incluso neologismos que dan cuenta del repertorio del horror: encajuelados, empapelados, pozoleados, encobijados, levantados, entre otros.
Este tipo de violencia concentrada en los cuerpos tiene como fin producir un efecto aterrorizante. El cuerpo ya muerto, es cosificado y convertido en un canal de comunicación, como ocurre con los cuerpos arrojados en la vía pública que, con claros signos de tortura son acompañados de un algún mensaje inscrito, donde quienes ejercen la violencia disponen de sus miembros como un espectáculo del poder ilimitado; construyendo su propia gráfica del horror.
De manera paralela, los cuerpos guardan también otro tipo de mensaje: las marcas en los cuerpos de las víctimas comunican parte de la verdad padecida, son posibilidad de saber qué les pasó y qué les hicieron. En su inscripción reside una potencia para acercarse a la verdad y torcer en cierta manera la narrativa despiadada de quienes gestionan la violencia. Complejizar la relación entre cuerpo-mensaje en la violencia instrumental, por una parte, y cuerpo-verdad por otra, nos permite establecer comparaciones y diferenciaciones entre ambos usos comunicativos en un México inundado de narrativas violentas.