La pandemia provocada por el brote de COVID-19 planteó una serie de dilemas al mundo académico que están aún lejos de resolverse. En campos como el de la antropología, de particular trascendencia resultaron las medidas orientadas a impedir los contactos sociales, lo cual, para una disciplina que se forjó a partir de la convivencia entre seres humanos, es, por decir lo menos, aberrante.
El distanciamiento alejó al investigador del sustrato en el que trabaja, y, al mismo tiempo, revivió los debates sobre el compromiso ético-científico que corresponde asumir a las ciencias sociales, sobre todo frente a aquellos grupos vulnerables que vieron empeorar drásticamente su situación durante la contingencia.
Aquí se propone una revisión crítica de ese tipo de directrices institucionales, acompañada por una reflexión sobre nuestro papel como investigadores en medio de un contexto en el que, por un lado, se profundizaron las brechas históricas de desigualdad estamentales y, por el otro, hubo una necesidad extraordinaria de información y conocimiento, que fue escasamente satisfecha.
De manera particular, se cuestiona a las estrategias alternativas o coyunturalmente emergentes, como aquellas relacionadas con la virtualidad, que buscaron colmar los vacíos metodológicos provocados por la distancia social, y, aquilatar, así mismo, las consecuencias de su no observancia en términos tanto de producción de conocimiento como políticos.